¿Felicidad? Una máscara peligrosa

En el libro de Eclesiastés 12:8 leemos: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador, todo es vanidad.” Este pasaje nos invita a reflexionar sobre el carácter efímero de las cosas de este mundo. La palabra “todo” en este contexto denota una totalidad absoluta, un alcance que abarca tanto lo material como lo emocional y espiritual. Otra versión lo expresa con contundencia: “¡En esta vida nada tiene sentido! ¡Todo es una ilusión!”

La felicidad es uno de esos conceptos que puede parecer una ilusión momentánea. Es un estado que refleja nuestro gozo temporal y nos ayuda a mantenernos positivos frente a la adversidad. De igual manera, es un reflejo de nuestros éxitos y nuestros momentos de plenitud. Sin embargo, ¿por qué tantas personas que aparentan ser felices y muestran una actitud positiva en la superficie viven en realidad con una profunda tristeza y depresión?

Según Mayo Clinic, la depresión es mucho más que un simple estado de tristeza; es un trastorno emocional que impacta profundamente los sentimientos, pensamientos y comportamientos de una persona. Afecta su capacidad para realizar actividades cotidianas, y en casos extremos, puede llevar a sentir que no vale la pena vivir. Es preocupante el número de personas que, en esta era digital, utilizan las redes sociales para proyectar una imagen ficticia de felicidad mientras enfrentan un grave problema existencial. La depresión es un enemigo silencioso que se oculta detrás de sonrisas y ojos llenos de aparente alegría, y que va desgastando poco a poco la vida de quienes amamos.

La felicidad, por su naturaleza, es un estado temporal. En contraste, el amor verdadero trasciende el tiempo y las circunstancias, porque Dios mismo es amor, y en Él encontramos una fuente perpetua de paz y esperanza. En 1 Juan 4:7-8, se nos recuerda: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.” Este amor divino es eterno y no se ve afectado por las vanidades del mundo. Es el único recurso que permanece firme cuando todo lo demás se desvanece.

Las cosas materiales, las posiciones sociales, e incluso las relaciones humanas, pueden desaparecer. Todo es vanidad, como declara el Predicador en Eclesiastés. Pero el amor, el verdadero amor que proviene de Dios, es eterno. Este amor nos desafía no solo a valorar a quienes nos rodean, sino a mostrarles cuánto significan para nosotros. Nos llama a dar calor a los corazones que están fríos y a detenernos en medio de nuestras agendas para percibir las necesidades emocionales y espirituales de nuestros seres queridos.

Como seguidores de Cristo, estamos llamados a reflejar el amor de Jesús al mundo. Este amor no solo transforma nuestras propias vidas, sino que también inspira y edifica a los demás. La base de este amor comienza con Dios y se extiende hacia nosotros mismos. Porque si no aprendemos a amarnos primero, no seremos capaces de amar plenamente a los demás. Amar a otros comienza con comprender nuestro propio valor, nuestro propósito divino, y aceptar que somos diamantes únicos creados para brillar.

La invitación es clara: vive con la convicción de que el amor de Dios puede llenar cualquier vacío. Aprende a apreciarte a ti mismo como una obra maestra creada por el Creador. Y comparte ese amor, esa luz, con quienes más lo necesitan, siendo un reflejo del amor eterno que Dios tiene para cada uno de nosotros.

Paz, fuerza, y esperanza para el camino.

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